HUBER MATOS POR ROBERTO LUQUE ESCALONA
El 10 de marzo de 1952, el pueblo de Cuba mostró una total indiferencia ante la enormidad que había ocurrido ese día, el derrocamiento por un golpe militar del gobierno de Carlos Prío. Faltaban sólo once semanas para las elecciones presidenciales, poco más de siete meses para la toma de posesión del que ganara las elecciones y el jefe del golpe era, además de senador, uno de los candidatos, precisamente al que nadie le daba posibilidad alguna de ganar las elecciones. Por último, era el primer golpe de Estado en cincuenta años de vida independiente, que el extraño fenómeno ocurrido el 4 de septiembre de 1933 no encaja en esa definición.
Motivos había para rebelarse contra aquella felonía, pero pocos, muy pocos se rebelaron, que los cubanos estaban convencidos de que aquella República no merecía el asumir riesgos en su defensa. Personas muy convincentes los habían llevado a creer en tal falacia. Porque falacia era: cualquier democracia, por grandes que sean sus defectos y limitaciones, merece ser defendida.
Sin embargo, pocos protestaron. Un grupo de estudiantes de la Universidad de La Habana, Rolando Masferrer, que se les unió para luego cambiar de bando, y un maestro de escuela primaria en la lejana e insignificante ciudad de Manzanillo, que suspendió las clases en protesta por el golpe militar.
El maestro se llamaba Húber Matos, tenia treinta y tres años, estudiaba Pedagogía en la Universidad de La Habana en cursos irregulares y ya había formado una familia. Emprendedor y laborioso como muchos cubanos, para 1956, cuando ya conspiraba junto a su coterránea Celia Sánchez, era propietario de una pequeña empresa que transportaba arroz en camiones arrendados. En esos camiones llegaron a las estribaciones de la Sierra Maestra los cuarenta hombres enviados por Frank País para reforzar la hasta entonces exigua guerrilla de Fidel Castro. Los mandaba Jorge Sotús.
Hacía cinco años de aquel 10 de marzo en que el maestro Matos suspendiera sus clases. Después de llevar a su destino a la tropa de Sotús, en la pequeña Manzanillo no había lugar para él. Se marchó al exilio. A Costa Rica.
El año siguiente, por la misma época, Pedro Miret, se enteró de que un avión con armas se aprestaba a salir de Costa Rica rumbo a la Sierra Maestra. Como jefe del Movimiento 26 de Julio en el extranjero, toda acción relacionada con el Movimiento debía ser aprobada por él. Su segundo al mando, Gustavo Arcos, estaba en Caracas, por lo que Miret no podía salir de México, donde una expedición de refuerzo a su cargo estaba casi a punto. Pero Miret, como casi todos los hombres allegados a Fidel Castro, no era lo que se dice un talento. Tomó un avión para San José, dispuesto a hacer valer su autoridad. Nadie se la discutió. Ni Húber Matos, que había conseguido las armas a través del Presidente José Figueres, ni Rafael Díaz Lanz, piloto del avión que las llevaría a Cuba. Complacido, a Miret no se le ocurrió nada mejor sumarse al viaje.
Y allá fueron. Aterrizaron en Cienaguilla, un pequeño llano en las estribaciones de la sierra. Ese sería el último vuelo de aquel DC-3. Quedó inútil. Con Miret en la Sierra Maestra sin posibilidad de retorno y Gustavo Arcos en Venezuela ignorante de todo, la expedición preparada durante largo tiempo quedó sin jefes, y Jesús Suárez Gayol, que estaba al frente del grupo encargado de custodiar el barco y las armas en un lugar de la costa de Campeche, decidió partir hacia Cuba sin encomendarse a Dios ni al diablo ni a la gallega que lo parió Desembarcaron en Pinar del Río y lo perdieron casi todo, aunque los seis que participaron en aquella estupidez lograron escapar. Atrás quedaron cincuenta hombres, yo uno de ellos. Aunque pasarían muchos antes de conocernos, fue la primera vez que el destino de Húber Matos y el mío se cruzaron. Debimos encontrarnos mucho antes, en la Sierra Maestra, a donde debí llegar uno o dos meses después que él, pero la irresponsabilidad de Pedro Miret y, sobre todo, la absurda decisión de Suárez Gayol me sacaron del juego. Los odié. Los odié a ambos; sobre todo al muchacho camagüeyano, aún después de su absurda muerte en Bolivia. Hasta que, poco a poco, comprendí que había sido un instrumento de Dios, que siempre ha velado por mí sin tomar en cuenta mis merecimientos. Parece que, para decirlo con palabras de Cormak McCarthy, yo soy uno de esos “a quienes Dios ha tenido a bien proteger de la parte de adversidad que en justicia les corresponde”.
Me salvó no ya de morir en algún combate, que mi muerte temprana no parece haber estado nunca en los planes divinos. Me salvó, quizás, de estar bajo el mando de Camilo Cienfuegos cuando el futuro ídolo de los cubanos fusiló a un guajiro de dieciséis años por robar una lata de leche condensada y dos tabacos, cumpliendo órdenes de aquel cuyas órdenes siempre cumpliría. Me salvó de esa y de otras desgracias de las que no escapó Húber Matos.
Las armas traídas de Costa Rica eran el segundo aporte importante del antiguo maestro de Manzanillo. Pero a Fidel Castro, cuyo mayor rasgo de inteligencia es saber quién puede servirle a sus designios, no le agradó aquel hombre de ojos insolentes. A poco de llegar, lo asignó a la tropa que mandaba Juan Almeida.
Fidel Castro había encontrado un refugio ideal en El Alto de la Plata, un lugar de difícil acceso y casi imposible localización con los medios de que se disponía entonces. Allí, en aquella minúscula meseta rodeada de barrancos y cubierta por una espesa vegetación, se dedicaba a decirles a los cubanos lo que debían o no hacer, mientras sus subordinados se movían de un monte a otro, una escaramuza hoy y otra la semana próxima. Al este de La Plata y siguiendo el ejemplo de su jefe, Juan Almeida ganduleaba, algo para lo que tenía especial talento.
Húber Matos, que llegaba a la Sierra Maestra con un año de retraso, quería pelear. Almeida no se mostró dispuesto a acompañarlo en la pelea, pero tampoco le puso obstáculos. Y allá fue Matos, acabado de llegar, sin experiencia ni entrenamiento, a batirse con el coronel Angel Sánchez Mosquera. “Echaselo al tigre”, parece haberle dicho Fidel Castro a Juan Almeida, pues nadie de la guerrilla castrista había chocado con Sánchez Mosquera sin que el choque terminase en huida. Increíblemente, el maestro de escuela devenido en guerrillero se enfrentó con relativo éxito al temido y temible coronel.
Nunca se sabría el balance final del enfrentamiento entre aquellos dos hombres. Húber Matos llegó en abril a la Sierra Maestra y en agosto una bala alcanzó en la cabeza a Sanchez Mosquera y puso fin a su vida útil. Moriría en Miami, olvidado, medio siglo después.
Algunos hombres, muy pocos, nacen con un talento natural para la guerra. La Revolución Mexicana, tan musical y cinematográfica, fue menos trascendente en el plano internacional que la nuestra, pero muy superior en lo militar. Aquello fue una guerra, con grandes batallas y todo. En esa guerra, en esas batallas, se distinguió un joven cuatrero analfabeto que llegó a mandar más de treinta mil hombres, artillería incluida. Pancho Villa era un guerrero natural. En su primera carga de caballería, cuando proyectiles de artillería lanzados desde su retaguardia comenzaron a pasar, amenazadores, sobre su cabeza, volvió grupas para protestar ante quien los disparaba:
- ¡Sus pinches cañones nos van a dar en toda la madre, carajo!
- Déjese de chingaderas y avance. Yo sé lo que hago – contestó el coronel Rubio Navarrete, jefe de la artillería, Villa volvió a la carga y entonces comprendió que aquellos proyectiles siempre caían más allá del punto en el que él y su tropa cabalgaban, que le estaban allanando el camino. Lo comprendió enseguida por lo que les dije antes: era un talento natural para la guerra. No fue el único en esa tan mentada revolución. Alvaro Obregón, que lo derrotaría en dos ocasiones, era comerciante de granos antes de convertirse en combatiente revolucionario.
En el mundo moderno, los jefes militares competentes surgen casi todos de las academias, como el propio Sánchez Mosquera, como los generales alemanes Guderian y Von Manstein que apabullaron a los improvisados generales soviéticos al principio de la II Guerra Mundial. Pero hay excepciones, como Villa y Obregón. Como Húber Matos, que desde el principio se definió como el mejor jefe de la guerrilla que se hacía llamar Ejército Rebelde.
Resulta difícil encontrar trazas de la celebrada inteligencia de Fidel Castro en su gestión como gobernante. Matar y encarcelar no son actividades que requieran talento. Sin embargo, muestra de sagacidad es distinguir quién puede servir a nuestros designios y quién puede ponerlos en peligro. Hasta el 18 de junio de 1992, día de mi llegada al exilio, Húber Matos había sido para mi apenas un rostro en la revista Bohemía, que circulaba en Mexico, donde yo había decidido permanecer luego de la huída de Batista, sabia actitud que, para mi mal, abandoné. Al mirar aquellas fotos de la entrada triunfal de Fidel Castro en La Habana en las que aparecían Fidel, Camilo Cienfuegos, Dermidio Escalona y Matos, me llamaron la atención los ojos del antiguo maestro manzanillero. “Este hombre es de cuidado”, me dije. ¿En qué sentido? No podía saberlo; pero supe que era un hombre capaz de generar peligro. Lo que yo supe sólo con mirar unas fotos no le puede haber pasado inadvertido a Fidel Castro, que lo tenía delante.
Nunca ha de haber gustado de él. Menos aún cuando, con su ya por entonces crónica costumbre de insultar a sus subordinados, fue parado en seco por aquel recién llegado cuando intentó tratarlo como trataba a los demás. No, aquel hombre no le gustaba, no podía gustarle; sin embargo, después de su demostración ante Sánchez Mosquera decidió utilizarlo al máximo.
¡Y vaya si lo utilizó! Se desentendió de Almeida, hombre de toda su confianza, pero a quien el contacto con la naturaleza campestre parecía haber convertido en discípulo de Fray Luis de León y devoto de la vida retirada, y nombró comandante al levantisco manzanillero. A ocho meses de aterrizar en Cienaguilla, Matos tenía cercada a Santiago de Cuba con fuerzas que normalmente apenas hubiesen bastado para cercar a Palma Soriano, a Contramaeste o a otra población pequeña. Fidel Castro es el político cubano más pragmático de que yo tenga noticia.
En fin, el surrealista gobierno de Fulgencio Batista cayó casi por sí solo y Fidel Castro, Húber Matos y Camilo Cienfuegos, personajes de una futura tragedia, entraron triunfantes en La Habana, junto con mi primo Dermidio Escalona, un buen ejemplo de hombre insignificante convertido en importante por la que quizás haya sido la más absurda de las revoluciones.
Publicado en el periódico Libre. Miami, miércoles 15 de abril 2010