En Cuba se vive a orillas de la muerte
Huber Matos Comandante de la revolución cubana; exprisionero político 07:56 a.m. 03/03/2010
Es el 14 de febrero de 1969; estoy preso desde hace casi diez años por haber denunciado los designios antidemocráticos de Fidel Castro. Ahora me tienen en la prisión de La Cabaña en La Habana. Es de madrugada y me acabo de llevar una impresión muy desagradable: mientras me lavaba la boca vi una sombra colgando. Me acerco: es el cuerpo del compañero Rafael Domínguez Socorro. Se ha suicidado, su cadáver todavía está caliente. Llamo a los compañeros, pero ya no se puede hacer nada. Domínguez había perdido la razón en prisión y dos compañeros lo cuidaban.
He comenzado mi segunda huelga de hambre. Nerín Sánchez, Tony Lamas y yo decidimos apoyar la protesta de nuestros compañeros. Hace solo veinte días los tres acabábamos de terminar otra huelga de hambre. En la decisión de entrar a una huelga de hambre, de la cual no se sabe si se saldrá vivo, pueden entrar en juego muchos factores, pero el fundamental es la necesidad de reafirmar el respeto a sí mismo como ser humano.
En circunstancias abrumadoramente humillantes, física y moralmente inaceptables, es el espíritu de supervivencia de la dignidad el que toma la decisión de ir a la huelga de hambre.
En las mazmorras y los calabozos donde por medio siglo los Castro han encerrado a quienes nos hemos atrevido a desafiarlos, los vínculos con la vida son tenues. Se reducen a una mísera alimentación, un poco de luz ocasional, a veces contactos esporádicos y vigilados con la familia. Lo demás es odio, desprecio y maltrato. Uno vive arrinconado en el refugio que le ofrecen sus valores morales y su espíritu. Lo único que la garra del régimen no puede alcanzar.
Pero la vida del preso político, en Cuba, es solamente una versión intensificada de la que viven los demás cubanos. Cuba es hoy una inmensa cárcel, controlada a base de miedo y opresión. De lo contrario, no se explicaría que miles de compatriotas decidan jugarse la vida en balsas precarias e improvisadas para tratar de salir. Salir hacia lo que sea, aun sabiendo que hay muchas posibilidades de no llegar vivos a ninguna parte. El hambre de libertad de los seres humanos es tan fuerte y temeraria como la dignidad.
Más que una protesta. Pero en la huelga de hambre del preso político hay mucho más que una protesta. Hay un doble desafío: a uno mismo y a los opresores. El desafío a uno mismo es evidente: ¿podré aguantar? ¿Cuánto? ¿Estoy verdaderamente decidido a morir de hambre si es necesario?
El opresor tiene varias opciones, desde ceder pronto a las exigencias del preso para tratar de tapar el asunto, hasta convertir su acción en una larga tortura, ejemplarizante para los demás, o bien, en última instancia, simplemente dejar morir al prisionero. A mí no me dejaron morir esa vez porque mi compañero de huelga, Tony Lamas, decidió renunciar a ella para ir a gritar por los pasillos de prisión: “están asesinando a Huber”.
Al régimen le preocuparon las posibles repercusiones de hacerse responsable de la muerte de un comandante de la revolución. Orlando Zapata, un albañil negro, poco conocido dentro o fuera de Cuba, les pareció sin importancia.
Que el sacrificio de Zapata se agigante, que afecte decisivamente al moribundo régimen, depende de todos nosotros, los que quedamos vivos. El mundo se ha acostumbrado a tolerar esa llaga en el costado de la dignidad humana que es el régimen dictatorial y totalitario de los Castro.
Tal vez esta muerte actúe como un revulsivo, como una sacudida sobre la conciencia moral de las naciones.
Si los Gobiernos no reaccionan como deben, entonces que lo hagan los pueblos, levantando su dedo acusador contra gobernantes que prefieren ignorar los principios que dicen defender, con tal de seguir haciendo negocios con un régimen manchado de sangre e ignominia.