REGRESO A CUBA (EL PAÍS, ESPAÑA)
El viejo revolucionario estaba dispuesto a justificar en todo y por todo la
obra del régimen en su medio siglo largo de existencia, y por lo mismo a
descalificar airadamente con un “se equivoca, todo es más complejo” cualquier
discrepancia de su interlocutor, desde la condena de 20 años a Huber Matos en
su día por una simple dimisión, hasta el juicio sobre la política de Obama, a
su entender peor para Cuba que la de Bush.
Todo se explicaba porque la revolución tropezó con un “mundo civil” que se
desplomó en 1959 y luego luchó contra un cerco económico que aún la estrangula
ahora. De la URSS y de Chávez, ni mención. De su propio pasado en una
organización competidora con el Movimiento 26 de Julio, tampoco, no fuera que
quebrase la imagen de homogeneidad revolucionaria. Todo fue y es como debe ser.
Eso sí, sus hijos fueron convenientemente enviados a España, como los de otros
notables, y aquí se han quedado, con toda probabilidad gracias a becas de
acceso limitado, para evitarles el privilegio de seguir haciendo revolución. Un
comportamiento cínico que separa a las elites cubanas de las de las
nomenclaturas de tipo soviético.
La conversación reflejaba el principal obstáculo con que tropieza el reformismo
que en algunos aspectos aflora en la sucesión-que-no-lo-es bajo Raúl Castro. El
modelo chino ha sabido instalarse en una esquizofrenia pragmática, con la
eficiencia económica por norte, donde la permanencia de los antiguos símbolos
garantiza la gestión autoritaria, pero en nada niega un despliegue en todas las
direcciones de la iniciativa orientada al beneficio.
En Cuba, como acaba de recordarnos Leonardo Padura, el cambio a la caribeña
se concreta en que dos vecinas sentadas a la puerta de su casa ahora pueden
fabricar y vender dulces. El incipiente individualismo económico de los años
noventa fue rápidamente sofocado y hoy los tenduchos de los exempleados
públicos son simples bazares mugrientos. A la sombra siempre del apoyo de
Chávez, que hace nuevamente de Cuba una revolución subsidiada, todo se juega a
la baza del turismo, que con la transformación de Habana-Vieja ha creado un
verdadero parque temático, de acuerdo con el proyecto puesto en marcha hace
décadas por Eusebio Leal, “el historiador de la ciudad”.
Convertidos en hoteles, palacios como el de O’Farrill o el del marqués de
San Felipe han recuperado su esplendor y en torno al eje de la calle Obispo,
los turistas pueden imaginar una Habana de sueño que como el montaje de
Potemkin para Catalina la Grande oculta el hundimiento imparable del resto de
la ciudad donde los habaneros se hacinan en condiciones miserables.
El control policial se ha intensificado para hacer menos visibles a las
jineteras, sin eliminar en modo alguno su presencia, observable en la
proliferación de parejas de vejestorios europeos con jovencitas de color, en
una ciudad que en este aspecto para nada recuerda a la que celebrara la entrada
de Fidel. El incremento del turismo ha hecho también de La Habana una ciudad de
mendicidad generalizada, curioso logro para una revolución social, que lleva al
máximo la tendencia a disociar el trabajo del sostenimiento de la vida de los
cubanos. Demasiados factores de estrangulamiento moral y económico, con el
indicador de la multiplicación de procesos por corrupción.
Claro que el vicio de pedir ha tenido resultados entre instituciones
opulentas, como Caja Madrid que rehabilitó “viviendas sociales” (para
privilegiados), el Ayuntamiento de Córdoba o la “popular” Junta de Castilla y
León que lo mismo rehabilitó palacios (sic) para fines sociales o simbólicos
(el colegio de “El Salvador”, cuna de mis queridos autonomistas a quienes el castrismo
ha borrado de la historia), mientras la multimillonaria ayuda de los gobiernos
de Zapatero a los Castro no ha servido siquiera para que fuera devuelto a
España el Centro Cultural español en el malecón, creado con una fuerte
inversión e incautado en 2003, hoy exclusivamente gubernamental cubano. Ahí no
hay placa conmemorativa. Sobraba al parecer dinero y faltó dignidad.
Como faltó para entender que el apoyo de España a la disidencia democrática,
machacada desde 2003, era imprescindible para su precaria supervivencia. Desde
el viraje colaboracionista con la dictadura de Moratinos (y del embajador
Alonso Zaldívar), no pueden acceder a revistas, publicaciones culturales, ni a
internet. La Embajada se cerró para ellos. Están totalmente aislados y, como me
ocurrió al visitar al veterano opositor Elizardo Sánchez, con el coche del seguroso
prácticamente a la puerta. En 1959 Raúl Castro marcó la línea represora del
régimen. No va a cambiar ahora.
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